De la alquimia interpretativa al maltrato
constitucional
La interpretación del derecho en manos de la Corte
Suprema argentina
Roberto Gargarella
Fuente: cablemodem.fibertel.com.ar/seminario/alquimia.pdf
Introducción
Hace poco tiempo, tuve la oportunidad de leer un interesante trabajo sobre interpretación jurídica escrito por el profesor Néstor Sagués.[1] En el mismo, Sagués daba cuenta de la notable diversidad de criterios interpretativos utilizados por la Corte Suprema argentina a lo largo de su historia. El escrito me resultaba, en lo personal, muy atractivo, dado que proveía de buen apoyo empírico a una línea de investigación en la que, junto con varios colegas y jóvenes colaboradores, veníamos trabajando desde hace tiempo. Según lo que sosteníamos en dichas investigaciones, la tarea de interpretación resulta, por un lado, extraordinariamente compleja (justamente, debido a las diversas -y en ocasiones opuestas- teorías interpretativas existentes), y por otro, es generadora de graves riesgos institucionales (fundamentalmente, riesgos de abuso y discrecionalidad judicial).[2] El trabajo de Sagués, entonces, ratificaba nuestros temores, a la vez que dejaba en claro de qué modo los riesgos que preveíamos aparecían expresados en la práctica constitucional argentina. Por lo demás, el escrito en cuestión relucía como un buen trabajo descriptivo –me animaría a agregar, uno de los pocos intentos serios de dar cuenta de las dificultades que aparecen a la hora de interpretar el derecho. Ahora bien, del mismo modo en que puede decirse que el artículo de Sagués brilla como un buen ejercicio descriptivo, el mismo resulta notable en su pretendida abstinencia normativa. Quiero decir, llama mucho la atención que el profesor Sagués no haya desarrollado una esperable “segunda parte” del mismo, sometiendo a un análisis crítico los hallazgos a los que hace referencia a lo largo de su texto. Por supuesto, cualquier autor tiene todo el derecho de concluir su trabajo cuando quiere, y del mismo modo tiene el derecho a examinar su objeto de estudio desde un punto de vista exclusivamente descriptivo, si es que así lo prefiere. De todas formas, dada la importancia que, según entiendo, tiene ese análisis evaluativo, a continuación presentaré algunos comentarios que, en mi opinión, pueden derivarse más o menos naturalmente del trabajo citado.
La
descripción de la práctica interpretativa de la Corte
Suprema Argentina, según Sagués
Conforme al trabajo bajo examen, a lo largo de su historia, la Corte Suprema Argentina utilizó en sus decisiones una amplia gama de recursos interpretativos. Según Sagués, dichos recursos incluyen variaciones como las siguientes:[3]
- Interpretación literal. Conforme a la misma, a la hora de interpretar el derecho, los intérpretes deben seguir, ante todo -y mientras la misma sea clara- “la letra de la ley” (i.e., CSJN, Fallos 324: 1740, 3143, 3345).
- Interpretación “popular.” En otras ocasiones, la Corte sugiere “leer” las palabras de la ley de un modo lo más cercano posible al entendimiento más común o “popular” de las mismas (i.e., CSJN, “Afip c. Povolo,” Fallos 324:3345)
- Interpretación “especializada.” En ciertas circunstancias, la Corte ha preferido interpretar las normas de un modo más técnico, es decir, de acuerdo con “la técnica legal empleada en el ordenamiento jurídico en el que dicha ley se inserta” (i.e., CSJN Fallos 320:2319).
- Interpretación “intencional.” A veces, la Corte sugiere dejar de lado interpretaciones cercanas al texto de la ley, como las anteriores, para inclinarse por otras vinculadas con la intención que, según se estima, tuvieron los creadores de la norma al dictarla (i.e., CSJN Fallos 323: 3139). Sin embargo, aclara Sagués, la Corte ha sugerido, en ocasiones, optar por esta vía sólo de modo excepcional, mientras que en otros casos ha actuado como si dicha opción fuera la más obvia (i.e., CSJN Fallos 323: 212).
- Interpretación “voluntarista.” De modo similar, en ocasiones la Corte ha propuesto como primera regla interpretativa la de “respetar la voluntad del legislador,” evitando la tentación de reemplazarlo (CSJN Fallos 324: 1481). Para conocer la voluntad expresada por el legislador, la Corte ha recomendado, ante todo, la lectura de los debates parlamentarios.
- Interpretación “justa.” De modo más radical, en ciertos casos la Corte sostuvo que la interpretación “auténtica” de la ley era la que seguía fundamentales principios de justicia (i.e., CSJN Fallos 322: 1699). De modo similar, en ocasiones ha hecho referencia a la necesidad de seguir la “recta razón” de la Constitución, es decir a la necesidad de guiarse por lo que determine una aplicación “racional” de la misma. Ello así, aún cuando interpretar las normas de ese modo implique desviarse de lo que parece ser el sentido natural de las palabras de la ley (i.e., CSJN “YPF v. Corrientes,” Fallos 3315: 158).
- Interpretación “orgánico-sistemática.” La Corte propuso también apartarse de lo dicho expresamente por la norma cuando ello sea necesario para respetar el sentido pleno u orgánico de la Constitución –es decir, el sentido que se inferiría del juego armónico de los distintos artículos que componen la Constitución (i.e., CSJN “Chadid” Fallos 291: 181).
- Interpretación “realista.” En ocasiones, la Corte sugirió acercarse a la letra de la norma haciendo prevalecer la “verdadera esencia jurídica y económica” de forma tal que –según Sagués- en caso de existir diferencias entre “la denominación dada a algo por el autor de la norma, y la realidad, deberá prevalecer esta última” (i.e., CSJN Fallos 318: 676).
- Interpretación que asume la existencia de un “legislador perfecto.” Por otra parte, ha sido habitual que la Corte se acerque a las normas presuponiendo, detrás las mismas, la existencia de un legislador perfecto, lo que implica presumir que el derecho es claro, preciso, coherente, sin lagunas (i.e., CSJN Fallos 324: 2153).
- Interpretación “dinámica.” En otros casos, la Corte ha propuesto ir más allá de (una mayoría de) criterios como los citados -criterios que la llevarían a “mirar hacia atrás,” en busca de los orígenes de la norma- para proponer una interpretación “dinámica” que “actualice” el sentido de la Constitución, adecuándola a “la realidad viviente” de la época (i.e., CSJN “Chocobar,” Fallos 310: 3267).
- Interpretación “teleológica.” Descartando posibilidades como las anteriores, la Corte ha sugerido a veces tomar como primer criterio interpretativo el relacionado con los “fines” perseguidos por la Constitución (i.e., CSJN Fallos 311: 2751).
- Interpretación conforme a la autoridad “externa.” En ciertos casos, la Corte ha tomado como criterio rector de sus decisiones las opiniones de la doctrina o, fundamentalmente, la jurisprudencia extranjeras (i.e., CSJN Fallos “Lino de la Torre” 19: 236). En una mayoría de casos, la jurisprudencia que se ha tomado en cuenta es la norteamericana, aunque en materia de tratados internacionales –dice Sagués- la influencia que ha predominado es la proveniente de la Corte Interamericana de derechos humanos (i.e., CSJN “Ekmedjián c. Sofovich” La Ley 1996- E-409).
- Interpretación “constructiva.” La Corte sostuvo a veces que, a la hora de interpretar el derecho, era necesario optar por una lectura capaz de mantener a salvo los poderes del Estado, facilitando su eficaz desempeño (i.e., CSJN “Verrocchi” Fallos 322:2598).[4]
- Interpretación “continuista.” A veces, la Corte enfatizó la necesidad de que la decisión del caso sea fundamentalmente compatible con el respeto de los precedentes judiciales (i.e., CSJN “González c. Ansés” Fallos 323: 555). Sin embargo, destaca Sagués, en otros casos sostuvo todo lo contrario, afirmando que el precedente debía ser dejado de lado cada vez que el mantenimiento del mismo se mostrara inconveniente (i.e., CSJN “Almaraz” Fallos 317: 312).
- Interpretación “objetiva.” También ha sido común que la Corte diga que la norma debe ser interpretada, ante todo, teniendo en cuenta el sentido “objetivo” de la misma, lo que implica afirmar –a contrario sensu- que debe rechazarse toda posibilidad de interpretar a la misma conforme a criterios “subjetivos” (CSJN “Volpe” Fallos 316: 352).
Este permanente, despreocupado ir y venir entre criterios interpretativos que apuntan en direcciones muchas veces opuestas entre sí resulta, como mínimo, muy preocupante. Curiosamente, sin embargo, muchos leen esta diversidad de criterios a la que recurre la Corte como una muestra más de la amplia paleta de recursos técnicos desarrollados por nuestros hábiles jueces.[5] Por fortuna, Sagués está lejos de optar por una actitud celebratoria ante aquel muestrario. Sin embargo –y, contra lo que era, tal vez, esperable o deseable- el profesor Sagués opta por concluir su artículo con una evaluación muy modesta o austera de la actuación de la Corte. Señala entonces algunas dificultades que pueden inferirse de la labor interpretativa del máximo tribunal, para luego, y en cada caso, balancear lo dicho señalando ya sea la imposibilidad que tiene la Corte para actuar de otro modo, lo común que resulta en el mundo este ir y venir interpretativo, o lo explicable que es ese accionar oscilante que muestra el tribunal.
Así, y ante todo, nos dice que la
diversidad de criterios interpretativos existente le permite a la Corte producir
fallos “harto diferentes.” Agrega además que la existencia de este “arsenal
impresionante” de criterios en manos de la Corte tiene como
consecuencia que “el producto final [sea] decididamente no pronosticable” –algo
que, señala, vendría a contradecir la idea común según la cual las decisiones de
la Corte responden a
“un trabajo casi técnico,” “regular,” “previsible,” “claramente delineado,” y
“sometido a directrices armónicas.” Inmediatamente, sin embargo, Sagués se
apresura a rechazar toda posibilidad de atribuir mala fe (un carácter
“maquiavélico”) a los miembros de la Corte. Por el
contrario, nos dice, el análisis histórico de lo actuado por el tribunal nos
muestra que el mismo ha sido el producto de criterios que “fueron surgiendo
paulatina, casuística y aluvionalmente, desde tiempo atrás.”
Por otra parte, Sagués reconoce que
la existencia de esta amplia variedad de criterios interpretativos no es buena
para la seguridad jurídica pero agrega que, de todos modos, la situación que nos
aqueja dista de ser excepcional dentro del mundo jurídico moderno. Critica, por
lo demás, que la Corte se
auto-contradiga a veces, y que en otros casos parezca “manipular” los criterios
interpretativos existentes. De todos modos, afirma que el modo en que actúa
la Corte es
perfectamente explicable dado que refleja, en definitiva, la presencia de
discusiones de larga data, aún no cerradas. Más todavía, Sagués destaca que
muchos de los parámetros utilizados por la Corte son en
algunos casos valiosos en sí mismos, y en otros directamente necesarios. Y
sugiere –recurriendo a la doctrina comparada, y en defensa del tribunal- que el
uso consistente de determinadas pautas interpretativas merece ser abandonado si
ello es necesario para producir decisiones más “útiles” frente a los problemas
que la sociedad enfrenta. Su consejo final es el de un mayor sinceramiento
jurídico por parte de la Corte. Es
decir, propone que la misma admita abiertamente que se aparta de los criterios
que sigue de modo más habitual, cada vez que las circunstancias le exijan que
así lo haga.
Primeras notas críticas sobre los modos en que la Corte interpreta
el derecho
A la hora de examinar críticamente los modos en los que actúa la Corte en materia interpretativa, convendría señalar, en primer lugar, que la diversidad de criterios interpretativos utlizados por ella refleja menos la capacidad analítica del tribunal –su capacidad para hacer finas distinciones entre teorías interpretativas diferentes- que una cierta irresponsabilidad cívica por parte de sus integrantes. Ello así, porque es deber de los mismos hacer el máximo esfuerzo para asegurar la consistencia de sus decisiones, y así garantizar el igual trato a los ciudadanos. Enfrentados a sus decisiones, en cambio, los ciudadanos preocupados por respetar el derecho no pueden saber bien a qué atenerse, no pueden reconocer claramente cuál es la ley vigente en el país, ni quedan capacitados para anticipar si sus conductas van a ser objeto del elogio o del reproche público. Decir esto implica reconocer la existencia de un consistente maltrato institucional por parte de la esfera más alta de la justicia, hacia los ciudadanos. Por supuesto, para señalar lo anterior resulta completamente irrelevante entrar en consideraciones acerca de la buena o mala fe de los integrantes de la Corte. Finalmente, no importan cuáles son las motivaciones últimas de sus miembros a la hora de firmar las decisiones que firman, si es que las mismas tienen resultados como los que aquí se examinan.
Distintos criterios interpretativos, distintos resultados.
Los problemas que
se derivan de una práctica interepretativa como la que desarrolla
la Corte no se
vinculan con el hecho, tal vez banal, de que los jueces escojan argumentos de
tipo “x” en lugar de argumentos de tipo “y,” como fundamento último de sus
decisiones. El problema surge porque dicha particular selección de argumentos es
completamente determinante de la decisión final que luego va a firmar
la Corte, frente al
caso concreto. De allí que es imperativo que, al menos, los jueces hagan un
esfuerzo por justificar ante nosotros la peculiar selección de criterios
interpretativos que utilicen en el caso concreto.
Permítanme ilustrar lo dicho en el párrafo anterior con algunos ejemplos. Imaginemos, por caso, que la Corte tiene que decidir si el consumo personal de estupefacientes es una conducta que puede ser jurídicamente reprochada o no, y que para hacerlo tiene que interpretar el sentido de las palabras de la Constitución cuando, en el art. 19, le otorga protección a las acciones que no ofendan la “moral pública.” Pues bien, en este caso, como en cualquier otro, y dependendiendo de cuál sea el criterio interpretativo que escoja privilegiar, su respuesta se va a inclinar en un sentido (considerar que la conducta no es anti-jurídica) o en otro completamente opuesto al anterior (considerar que sí lo es). Si, por ejemplo, la Corte privilegiase el criterio de la “intención” del legislador, a la hora de interpretar las palabras en cuestión, podría decir que (y ésta es sólo una posibilidad) cuando, en 1853, el convencional correntino Ferré pidió agregar la idea de “moral pública” en el art. 19, lo hizo a partir de la visión más conservadora posible respecto de la esfera de las libertades personales que debían considerarse constitucionalmente protegidas. Si en cambio, y frente al mismo caso, la Corte optase por una interpretación “orgánico-sistemática,” ella podría llegar a decir (otra vez, posiblemente) que tal lectura de la idea de la “moral pública” debe disolverse dentro del comprometido espíritu liberal que siempre ha distinguido a nuestra Constitución, tomada ella en su conjunto. Ahora bien, si el criterio interpretativo por el que se decidiese la Corte fuera el “dinámico,” entonces sus integrantes podrían llegar a decir (y ésta es, nuevamente, sólo una posibilidad) que “en la actualidad,” una mayoría de miembros en la sociedad argentina defiende una visión muy poco tolerante en lo que hace al consumo de estupefacientes. Sin embargo, si el criterio interpretativo dominante dentro de la Corte fuera el de recurrir a la “razón” y, consecuentemente, a las mejores teorías normativas disponibles, a la hora de reflexionar sobre ideas como las de “moral pública” o “libertad personal,” entonces su conclusión podría ser (otra vez, ésta es sólo una posibilidad) que, de acuerdo con posturas como las defendidas por John Rawls (1971) o Ronald Dworkin (1977), la defensa de la autonomía personal debe gozar de máxima prioridad pública y requiere bloquear cualquier impulso perfeccionista por parte del Estado.
Por supuesto, lo que ocurre con ideas tan complejas como la de “moral pública” es lo mismo que ocurre con otras nociones y otros derechos aparentemente aparentemente menos polémicos. El derecho de libertad de expresión puede ser extraordinariamente inclusivo si lo interpretamos a la luz de las mejores teorías jurídicas disponibles, o puede dejar de serlo si lo leemos, por caso, teniendo en cuenta las peculiares necesidades de los poderes del Estado. La idea de “castigo cruel” puede ser objeto de interpretaciones muy conservadoras o muy progresistas según recurramos, para precisar su significado, a concepciones “historicistas” o “dinámicas.” La noción constitucional de “igualdad” puede ser entendida de modo muy restrictivo, si se la lee teniendo en cuenta las intenciones que tenían al respecto muchos de nuestros “padres fundadores,” mientras que puede desarrollar una radical potencia si la interpretamos tomando en consideración la doctrina o la jurisprudencia internacional más avanzada en la materia.
Permítanme ilustrar lo dicho en el párrafo anterior con algunos ejemplos. Imaginemos, por caso, que la Corte tiene que decidir si el consumo personal de estupefacientes es una conducta que puede ser jurídicamente reprochada o no, y que para hacerlo tiene que interpretar el sentido de las palabras de la Constitución cuando, en el art. 19, le otorga protección a las acciones que no ofendan la “moral pública.” Pues bien, en este caso, como en cualquier otro, y dependendiendo de cuál sea el criterio interpretativo que escoja privilegiar, su respuesta se va a inclinar en un sentido (considerar que la conducta no es anti-jurídica) o en otro completamente opuesto al anterior (considerar que sí lo es). Si, por ejemplo, la Corte privilegiase el criterio de la “intención” del legislador, a la hora de interpretar las palabras en cuestión, podría decir que (y ésta es sólo una posibilidad) cuando, en 1853, el convencional correntino Ferré pidió agregar la idea de “moral pública” en el art. 19, lo hizo a partir de la visión más conservadora posible respecto de la esfera de las libertades personales que debían considerarse constitucionalmente protegidas. Si en cambio, y frente al mismo caso, la Corte optase por una interpretación “orgánico-sistemática,” ella podría llegar a decir (otra vez, posiblemente) que tal lectura de la idea de la “moral pública” debe disolverse dentro del comprometido espíritu liberal que siempre ha distinguido a nuestra Constitución, tomada ella en su conjunto. Ahora bien, si el criterio interpretativo por el que se decidiese la Corte fuera el “dinámico,” entonces sus integrantes podrían llegar a decir (y ésta es, nuevamente, sólo una posibilidad) que “en la actualidad,” una mayoría de miembros en la sociedad argentina defiende una visión muy poco tolerante en lo que hace al consumo de estupefacientes. Sin embargo, si el criterio interpretativo dominante dentro de la Corte fuera el de recurrir a la “razón” y, consecuentemente, a las mejores teorías normativas disponibles, a la hora de reflexionar sobre ideas como las de “moral pública” o “libertad personal,” entonces su conclusión podría ser (otra vez, ésta es sólo una posibilidad) que, de acuerdo con posturas como las defendidas por John Rawls (1971) o Ronald Dworkin (1977), la defensa de la autonomía personal debe gozar de máxima prioridad pública y requiere bloquear cualquier impulso perfeccionista por parte del Estado.
Por supuesto, lo que ocurre con ideas tan complejas como la de “moral pública” es lo mismo que ocurre con otras nociones y otros derechos aparentemente aparentemente menos polémicos. El derecho de libertad de expresión puede ser extraordinariamente inclusivo si lo interpretamos a la luz de las mejores teorías jurídicas disponibles, o puede dejar de serlo si lo leemos, por caso, teniendo en cuenta las peculiares necesidades de los poderes del Estado. La idea de “castigo cruel” puede ser objeto de interpretaciones muy conservadoras o muy progresistas según recurramos, para precisar su significado, a concepciones “historicistas” o “dinámicas.” La noción constitucional de “igualdad” puede ser entendida de modo muy restrictivo, si se la lee teniendo en cuenta las intenciones que tenían al respecto muchos de nuestros “padres fundadores,” mientras que puede desarrollar una radical potencia si la interpretamos tomando en consideración la doctrina o la jurisprudencia internacional más avanzada en la materia.
En definitiva, y según nos ayudan a
ver ejemplos como los anteriores, la Corte puede llegar
a una conclusión determinada o a otra exactamente contraria a la anterior,
dependiendo de cuál sea el criterio interpretativo que elija priorizar. Es
decir, la Corte puede hacer
casi lo que quiere con el caso que tiene frente a sí, gracias a la enorme
variedad de parámetros interpretativos a los que puede, indistintamente, apelar.
De allí que sea tan importante prestar atención a los criterios que usa
la Corte cuando se
aproxima a un caso: en esa selección de criterios reside, en buena medida, la
resolución del caso.
“Combinar” distintos criterios interpretativos en cada caso?
Imaginemos que, con
el fin de evitar situaciones como las descriptas en la sección anterior, que
parecen abrir un gran espacio al abuso del derecho, la Corte propusiera
“combinar” en cada uno de sus fallos una diversidad de criterios
interpretativos. La Corte podría
alegar que, de este modo, sería capaz de reducir grandemente los riesgos de
manipulación del derecho. Ahora, cada decisión final resultaría fundada en una
multiplicidad de criterios que, conjugados, la forzarían a decidir de un
determinado modo. De hecho, la Corte argentina ha
optado muchas veces por este tipo de estrategias afirmando, por ejemplo, que:
“No se trata en el caso de desconocer las palabras de la ley, sino de dar
preeminencia a su espíritu, a sus fines, y en especial, al conjunto armónico del
ordenamiento jurídico y los principios fundamentales del derecho, en el grado y
jerarquía en que éstos son valorados por el todo normativo” (CSJN “Echeverría c.
Instituto de Obra Social,” Fallos
324: 3602).
Ahora bien, y en relación con esta
estrategia ocurre que (y esta conclusión ya debiera resultarnos obvia a esta
altura) la misma sólo puede potenciar aún más nuestro nivel de incertezas. Y es
que, en principio, el recurso –por ejemplo- a la interpretación “histórica”
tiende a ser contradictorio con el recurso a la interpretación “dinámica;” y la
interpretación “apegada a la letra de la ley” tiende a estar en tensión con otra
de tipo “voluntarista.” Uno se pregunta, entonces, cómo es que hace
la Corte para derivar
resultados unívocos a partir de componentes que apuntan en direcciones más bien
contrarias. Notablemente, sin embargo, la Corte insiste en
“combinar” criterios interpretativos con la pretendida excusa de mostrarnos que
su interpretación se encuentra bien fundada, desconociendo a veces (o, lo que es
peor, ocultando) que en realidad, lo que muestra como resultado inequívoco de
una sumatoria de criterios interpretativos es el producto de una serie de
recortes y selecciones que de ningún modo ha justificado frente a nosotros. La
decisión que presenta como consecuencia “natural” de los múltiples criterios
utilizados no es más que la opción preferida, de ningún modo obvia, que surge de
combinar del modo en que quiere criterios que no suelen llevarse bien entre
sí.
Un solo criterio interpretativo para todos los casos?
Imaginemos que,
como forma de calmar nuestra desesperación al reconocer los riesgos de
discrecionalidad que aparecen frente a la tarea interpretativa, el tribunal
superior nos dijese que, de ahora en más, va a comprometerse con una sola (o
fundamentalmente con una sola) línea de interpretación de entre todas las
posibles. Aquietaría así nuestras quejas? No, en absoluto. Y ello así porque,
según anticipara más arriba, ninguno de los criterios interpretativos que quiera
seleccionar –cualquiera sea el mismo- va a permitirle llegar a conclusiones
únicas. Para aclarar lo dicho, permítanme volver al ejemplo anterior sobre el
consumo de estupefacientes. No es nada obvio que si la Corte utilizara
siempre, por ejemplo, un criterio “historicista” para leer la idea de “moral
pública” ella llegaría siempre a la misma decisión final. Por ejemplo, en el
caso citado más arriba, imaginaba a la Corte
seleccionando la opinión del convencional Ferré para llegar a una lectura
restrictiva de la idea de “moral pública.” Ahora bien, si en ese mismo caso, e
insistiendo con su interpretación “historicista,” la Corte optase por
apoyarse no en la opinión de Ferré sino, digamos, en la de alguno de los tantos
convencionales liberales (pongamos, Benjamín Gorostiaga), entonces ella llegaría
a conclusiones opuestas a las anteriores. El punto es, en definitiva, el
siguiente: criterios como el “historicista” son también, en sí mismos,
compatibles con decisiones muy diversas, a veces contradictorias entre sí. O en
otras palabras, ni siquiera optando para
todos los casos futuros por un solo criterio interpretativo, la Corte nos daría
las seguridades que tenemos derecho a exigir.
Obviamente, lo que ocurre con criterios como el “historicista” es lo que ocurre con todos los demás criterios. Pensemos, por ejemplo, que la Corte optase por decidir todos los casos futuros a partir de argumentos “dinámicos.” Enfrentada al caso del consumo de estupefacientes, ella podría llegar a conclusiones muy diferentes. Tal vez, apelando a la opinión de la ciudadanía en la actualidad (una forma posible de “actualizar” la Constitución) ella nos diría que la ciudadanía defiende una noción muy amplia de la idea de “moral pública,” que implica la condena al consumo personal de estupefacientes. Pero si, para “actualizar” el significado de la Constitución tomase en cuenta, pongamos, los criterios defendidos mayoritariamente por la sociedad, en los últimos 20 años (otra forma posible de hacer una lectura “actualizada” de la Constitución), ella podría llegar, quizás, a resultados opuestos a los anteriores. Y tal vez podría llegar todavía a otra conclusión si prestase atención no a la opinión actual de las mayorías populares, sino a la opinión actual de los representantes de las mayorías actuales (otra forma posible de “actualizar” la Constitución).
El mismo tipo de dudas y dificultades se abrirían si la Corte optara (y para citar un tercer y último ejemplo) por apoyar todas sus decisiones basándose en las mejores teorías disponibles de filosofía política y jurídica. Y es que, así como podría citar, digamos, a Rawls, Dworkin o Nozick en apoyo de posturas liberales (en lo relativo a la moral personal), ella podría citar a otras teorías y a otros autores de mucha reputación (por ejemplo, al profesor de Oxford John Finnis, o al filósofo y teólogo canadiense Alaisdair McIntyre), para fundar decisiones claramente opuestas a las anteriores, y de carácter distintivamente conservador.
Obviamente, lo que ocurre con criterios como el “historicista” es lo que ocurre con todos los demás criterios. Pensemos, por ejemplo, que la Corte optase por decidir todos los casos futuros a partir de argumentos “dinámicos.” Enfrentada al caso del consumo de estupefacientes, ella podría llegar a conclusiones muy diferentes. Tal vez, apelando a la opinión de la ciudadanía en la actualidad (una forma posible de “actualizar” la Constitución) ella nos diría que la ciudadanía defiende una noción muy amplia de la idea de “moral pública,” que implica la condena al consumo personal de estupefacientes. Pero si, para “actualizar” el significado de la Constitución tomase en cuenta, pongamos, los criterios defendidos mayoritariamente por la sociedad, en los últimos 20 años (otra forma posible de hacer una lectura “actualizada” de la Constitución), ella podría llegar, quizás, a resultados opuestos a los anteriores. Y tal vez podría llegar todavía a otra conclusión si prestase atención no a la opinión actual de las mayorías populares, sino a la opinión actual de los representantes de las mayorías actuales (otra forma posible de “actualizar” la Constitución).
El mismo tipo de dudas y dificultades se abrirían si la Corte optara (y para citar un tercer y último ejemplo) por apoyar todas sus decisiones basándose en las mejores teorías disponibles de filosofía política y jurídica. Y es que, así como podría citar, digamos, a Rawls, Dworkin o Nozick en apoyo de posturas liberales (en lo relativo a la moral personal), ella podría citar a otras teorías y a otros autores de mucha reputación (por ejemplo, al profesor de Oxford John Finnis, o al filósofo y teólogo canadiense Alaisdair McIntyre), para fundar decisiones claramente opuestas a las anteriores, y de carácter distintivamente conservador.
En definitiva, aún si
la Corte nos dijera
(algo que nunca nos va a decir) que “de ahora en más, y a fin de evitar
cualquier posible discrecionalidad, vamos a optar por el empleo consistente de
un solo criterio interpretativo,” ella no sería capaz de apaciguar nuestros
temores frente a los riesgos de discrecionalidad, ya que –conforme viéramos-
cualquiera de los criterios escogidos sería compatible, a su vez, con varias
conclusiones posibles, muchas veces contradictorias entr
sí.
Interpretación discrecional y ausencia de
controles
Un aspecto notable relacionado con la práctica descripta es que, como resulta obvio, los integrantes de la Corte no pueden ser sancionados de ningún modo a resultas de la peculiar selección de argumentos que opten por hacer. La idea de promover algo así como un juicio político contra jueces que utilizan hoy argumentos interpretativos “dinámicos” y mañana otros “historicistas,” y pasado mañana una particular “combinación” de ambos, y más tarde aún criterios “teleológicos,”
es simplemente impensable. La mera sugerencia
de tal posibilidad –que implicaría, válgame Dios, “juzgar a los jueces por el
contenido de sus sentencias”- suele ser considerada una herejía. Sin embargo, conviene advertir que lo que
está en juego es el conocimiento de las mismas normas que luego se van aplicar
con el máximo rigor sobre cada uno de nosotros, tanto como el derecho a ser
tratados como iguales, y el derecho que todos tenemos a no quedar sujetos a
tratos arbitrarios, discrecionales o abusivos. Nada de esto importa, según
parece, porque los jueces deben gozar de la máxima libertad posible a la hora de
pensar y decidir sus sentencias. En definitiva, lo que ocurre es que se toma
partido por resguardar la completa libertad decisoria de los jueces, aún a pesar
de que ello implique la permanente incerteza de todos nosotros acerca del
significado del derecho, y la permanente posibilidad de que los jueces nos
traten de modo desigual y de acuerdo con su discrecional voluntad (aún, repito,
cuando los jueces no tengan una disposición a actuar de mala fe).
Las dificultades, por supuesto, se
muestran todavía más graves cuando comprobamos que problemas como los señalados
se extienden, de modo obvio, desde la Corte
Suprema hacia todas las instancias judiciales inferiores. En
cada caso se repiten los mismos riesgos de un uso discrecional del derecho. El
efecto es que, dependiendo del juez que a uno le toque en suerte o desgracia, la
sentencia final –el veredicto acerca de qué es lo que, “realmente,” dice el
derecho frente al caso concreto- podrá tener un contenido, u otro completamente
opuesto. En todos los casos, el riesgo que en última instancia enfrentamos es el
de que –amparados en la amplia discrecionalidad que tienen para escoger
criterios interpretativos, y la total ausencia de controles institucionales
sobre dicho proceso de selección- los jueces definan primero (de acuerdo a sus gustos
personales, costumbres, o intereses) de qué modo quieren decidir el caso, y
luego opten por un criterio o una serie de criterios interpretativos que, leídos
de cierta manera, le permitan dar apoyo a la decisión que de antemano habían
seleccionado como preferible.
La situación descripta, cabe
notarlo, es bastante peor que la que a veces se describe bajo la noción de
“gobierno de los jueces” –una situación de por sí inaceptable para cualquiera
que tenga una mínima preocupación por preservar el sistema democrático y honrar
consecuentemente el compromiso con la regla mayoritaria.[6] Quedamos sujetos, en definitiva,
más que a un reprochable “gobierno de los jueces” a un, todavía peor, “gobierno
discrecional de los
jueces.”
Es importante, en mi opinión, que seamos insistentes con este tipo de críticas que, en definitiva, vienen a ayudarnos en la demanda de límites, frente a un accionar público potencialmente abusivo. Es en este sentido que uno puede echar en falta una mirada más crítica o menos contemplativa en el citado texto de Sagués. Frente a las conclusiones por él expuestas uno podría señalar, por ejemplo, que la explicación histórica o sociológica que uno pueda dar acerca de por qué la Corte tiende a decidir como decide, no justifica o excusa en absoluto las oscilaciones que se advierten en sus fallos, ni el uso más o menos irresponsable de argumentos que suele ser marca distintiva de su jurisprudencia. Del mismo modo, el hecho de que el problema bajo estudio se repita en otros países (cosa que es en parte cierto y en parte no, dado que en muchos de tales países los jueces muestran una seria preocupación por dar solidez y consistencia a sus decisiones, algo que no siempre se evidencia en nuestro país) tampoco libera de responsabilidad a nuestros jueces: como es obvio, que un mismo error se repita en otros contextos sólo extiende las responsabilidades del caso, sin reducir las de nadie. Es decir, todos los jueces que actúan discrecionalmente deben hacerse cargo de los modos reprochables de su actuación, sean tales jueces pocos o muchos, nacionales o extranjeros. Por último, si los jueces de la Corte ejercieran su labor –como les pide Sagués- con más sinceridad y transparencia, ello sería sin dudas muy saludable, sobre todo teniendo en cuenta la opacidad, el misterio, y el completamente injustificado halo de “cientificidad” con que suelen revestir a sus decisiones. Sin embargo, en todo caso, dicho sinceramiento no removería el problema de fondo: es preferible que las injusticias sean visibles, pero lo que interesa realmente es que ellas no existan. Un gobernante arbitrario es siempre indeseable, y el hecho de que sus actos gocen de mayor o menor visibilidad, representa un detalle importante, pero un detalle al fin, teniendo en cuenta la gravedad del problema en juego.
Es importante, en mi opinión, que seamos insistentes con este tipo de críticas que, en definitiva, vienen a ayudarnos en la demanda de límites, frente a un accionar público potencialmente abusivo. Es en este sentido que uno puede echar en falta una mirada más crítica o menos contemplativa en el citado texto de Sagués. Frente a las conclusiones por él expuestas uno podría señalar, por ejemplo, que la explicación histórica o sociológica que uno pueda dar acerca de por qué la Corte tiende a decidir como decide, no justifica o excusa en absoluto las oscilaciones que se advierten en sus fallos, ni el uso más o menos irresponsable de argumentos que suele ser marca distintiva de su jurisprudencia. Del mismo modo, el hecho de que el problema bajo estudio se repita en otros países (cosa que es en parte cierto y en parte no, dado que en muchos de tales países los jueces muestran una seria preocupación por dar solidez y consistencia a sus decisiones, algo que no siempre se evidencia en nuestro país) tampoco libera de responsabilidad a nuestros jueces: como es obvio, que un mismo error se repita en otros contextos sólo extiende las responsabilidades del caso, sin reducir las de nadie. Es decir, todos los jueces que actúan discrecionalmente deben hacerse cargo de los modos reprochables de su actuación, sean tales jueces pocos o muchos, nacionales o extranjeros. Por último, si los jueces de la Corte ejercieran su labor –como les pide Sagués- con más sinceridad y transparencia, ello sería sin dudas muy saludable, sobre todo teniendo en cuenta la opacidad, el misterio, y el completamente injustificado halo de “cientificidad” con que suelen revestir a sus decisiones. Sin embargo, en todo caso, dicho sinceramiento no removería el problema de fondo: es preferible que las injusticias sean visibles, pero lo que interesa realmente es que ellas no existan. Un gobernante arbitrario es siempre indeseable, y el hecho de que sus actos gocen de mayor o menor visibilidad, representa un detalle importante, pero un detalle al fin, teniendo en cuenta la gravedad del problema en juego.
Queda algo por hacer?
El objetivo principal de este texto fue el de de avanzar algunas consideraciones críticas sobre los modos en que la Corte interpreta el derecho. De todos modos, y llegados a este punto, alguien me podría decir, con razón, que así como yo echaba en falta, en el trabajo descriptivo de Sagués, una “segunda parte” evaluativa y más crítica, mi trabajo también se ve afectado por una objeción similar. La objeción sería que mi escrito resulta, en efecto, evaluativo y crítico, pero no –como alguien podría esperar- propositivo. Un comentario de este tipo resulta en principio acertado, por lo que invitaría a que alguien escriba la “tercera parte” de esta historia, que en todo caso, luego, uno podría suscribir o no.
De todos modos, como tengo algunas
intuiciones respecto de los contornos que podría tener esta “tercera parte”
propositiva, quisiera terminar mi trabajo dejando esbozadas algunas ideas sobre
el tema. Ello así, aún a sabiendas de que el tema requiere un desarrollo mucho
más amplio y detenido -desarrollo que en este espacio no puedo llevar a cabo. En
primer lugar, entiendo que problemas como los que genera la interpretación
constitucional no son, lamentablemente, de fácil solución. Más aún, es muy
posible que nunca lleguemos a estar de acuerdo respecto de cuáles son los
criterios interpretativos más apropiados. Sin embargo, decir esto me urge a
avanzar algunas consideraciones adicionales. Ante todo, el hecho de que siempre
vayamos a estar divididos por genuinos desacuerdos interpretativos, no significa
que cualquier posible interpretación del derecho vale lo mismo que cualquier
otra. Por el contrario, creo que existen criterios para distinguir entre
concepciones interpretativas buenas, malas y muy malas. Por esta misma razón, la
existencia de divergencias razonables de ningún modo puede amparar el “carnaval”
interpretativo al que en ocasiones nos exponen nuestros jueces –un “carnaval”
que, cabe decirlo, no produce necesariamente cualquier resultado, sino que suele
terminar con predecibles víctimas y vencedores. En segundo lugar, creo que
justamente debido a lo irresoluble de ciertas divergencias interpretativas,
debemos abandonar el (siempre presente, pero siempre injustificado) presupuesto
según el cual la última palabra
interpretativa debe estar en manos de la Corte, es decir,
en manos de personas poco vinculadas con nosotros, y sobre las cuales carecemos
de toda forma sensata de control. La interpretación constitucional debe volver
–como señala parte de la doctrina, como señalaron en su momento algunos de los
constitucionalistas más notables de la historia- a la ciudadanía (Kramer 2004;
Tushnet 1999; Waldron 2001). Ello no es lo mismo que decir –como algunos podrían
decir, trivializando lo dicho hasta aquí- que la interpretación final debe ser
el resultado de decisiones plebiscitadas, de encuestas o “aplausos” masivos (o,
peor aún, el producto de una Corte “elegida por el pueblo”). Sostener que la
interpretación final debe volver a la ciudadanía quiere decir que esta última
debe recuperar control sobre el derecho, y que el derecho debe comenzar a
vincularse con igualitarios procesos de discusión pública, hoy completamente
ausentes de nuestro horizonte democrático. Llegar a soluciones como la sugerida
puede requerir, por parte de los jueces, un cambio de actitud y de motivaciones:
ellos deben comenzar a entender que ocupan un lugar subordinado a la ciudadanía,
y que –en principio- no deben reemplazar a la misma como habitualmente lo hacen
(aún cuando con las palabras lo nieguen). Contra lo que acostumbran a hacer, los
jueces deben ponerse al servicio del debate público, y en tal sentido aportar al
debate los puntos de vista, argumentos, ideas, o reclamos que la deliberación
colectiva no haya sabido procesar o no haya podido o querido escuchar.
Finalmente, como no es esperable que los jueces, voluntaria y amablemente
cambien su actitud al respecto (Graber 2000; Tushnet 1999), perdiendo mucho del
fabuloso poder del que hoy gozan, es necesario comenzar a concebir diseños
institucionales diferentes, que nos ayuden a la producción de resultados como
los sugeridos. Dichos resultados, capaces de devolver la
Constitución a la ciudadanía, no pueden ni deben depender de la
buena voluntad de nadie, ni deben quedar sujetos al veto institucional o al
bloqueo de aquellos que se benefician con la distribución de poder hoy
vigente.
Bix, B. (1996), Jurisprudence: Theory and Context,
Londres: Sweet and Maxwell.
Bork, R. (1990), The Tempting of America, New York: Simon
& Schuster.
Dworkin, R. (1977), Taking Rights Seriously, Londres:
Duckworth.
Dworkin, R.
(1997a), “Comment,” en A. Scalia, A
Matter of Interpretation, Princeton: Princeton University Press.
Dworkin, R.
(1997b), “The Arduous Virtue of Fidelity: Originalism, Scalia, Tribe, and
Nerve,” Fordham Law Review, vol. 65, pp.
1249-1268.
Dworkin, R.
(1997c), “Reflections on Fidelity,” Fordham Law Review, vol. 65, pp.
1799-1868.
Dworkin, R. (2000), Sovereign Virtue, Cambridge: Harvard
University Press.
Eskridge, W. (1987), “Dynamic Statutory
Interpretation,” 135 University of
Pennsylvania Law Review 1479.
Graber, M.
(2000), “The Law Professor as Populist,” 34 University of Richmond Law Review
373.
Kramer, L.
(2004), “Popular Constitutionalism, Circa 2004, 92 California Le Review 959.
Lessig, L. (1993), “Fidelity in
Translation,” 71 Texas Law Review
1165.
Michelman, F. (1986), “The Supreme Court.
Foreword: Traces of Self-Government,” Harvard Law Review, vol. 100, n.
4.
Rawls, J.
(1971), A Theory of Justice,
Cambridge: Harvard University Press.
Sandel, M. (1996), Democracy’s Discontent. America in Search of a
Public Philosophy, Cambridge: Harvard University
Press.
Scalia, A.
(1997), A Matter of Interpretation,
Princeton: Princeton University Press.
Sunstein, C. (1999), One Case at a Time. Judicial Minimalism on
the Supreme Court, Cambridge: Harvard University Press.
Tushnet, M. (1999), Taking the Constitution away from the
Court, Princeton: Princeton University Press.
Waldron, J. (1993), “A Right-Based
Critique of Constitutional Rights,” Oxford Journal of Legal Studies,
13.
Waldron, J. (1993b) "Rights," en
R.Goodin y P.Petit eds., A Companion to
Contemporary Politicl Philosophy, Oxford: Basil Blackwell,
Oxford.
Waldron, J.
(2001), Law and Disagreement, Oxford:
Oxford University Press.
Waldron, J. (2002), God, Locke and Equality, Cambridge:
Cambridge University Press.
[1] Néstor Sagués, ”Interpretación constitucional y
alquimia interpretativa. (El arsenal argumentativo de los tribunales supremos),”
Buenos Aires: Lexis Nexis (2004).
[2] Destaco algunos de estos problemas en mi trabajo
sobre interpretación constitucional incluido en Derecho Constitucional, ed. por S.
Albanese, A. Dalla Vía, R. Gargarella, A. Hernández y D. Sabsay (Buenos Aires,
2004).
[3] A continuación, tomaré en cuenta la gran mayoría
de los criterios enumerados por Sagués, pero no todos ellos, ni necesariamente
en el mismo orden, de modo tal de facilitar la lectura de tales criterios, y
organizar de un modo más apropiado la presentación de los mismos. Siguiendo al
autor, no haré aquí distinciones entre interpretaciones de distintos niveles de
normas.
[4] Sagués denomina a este criterio, y a los que
siguen, “reglas” correctivas de la interpretación.
[5] Cabe anotar, sin embargo, que una amplia lista de
criterios interpretativos como la recién examinada, no da cuenta de la
diversidad de criterios utilizados por la doctrina contemporánea, ni recoge
muchas de las mejores concepciones interpretativas hoy dominantes. Al respecto,
y sólo como ejemplo, ver Bix (1996); Bork (1990); Dworkin (1977,
1997 a, 1997 b,
1997 c, y 2000); Eskridge (1987); Lessig (1993); Scalia (1997); Sunstein (1999);
Waldron (2001).
[6] Ello así, debido a que los jueces –sobre todo los
de la Corte
Suprema- no son elegidos ni removidos directamente por la
ciudadanía, ni –como vimos- se encuentran sujetos a controles institucionales
significativos a partir de los criterios con los que elijan fundar sus
sentencias. Cabe aclarar, aunque esto requeriría de una reflexión mayor, que
problemas como los que aquí describo no se solucionarían con el recurso a
procesos de elección directa de los jueces (y mucho menos si esa elección
directa mantuviera intocada la estabilidad de los jueces en sus cargos, de por
vida).