"La verdad y las formas jurídicas"
Segunda conferencia
Michel Foucault
Fuente: new.pensamientopenal.com.ar/04042008/filosofia02.pdf
Hoy me gustaría hablar de la historia de Edipo, asunto que
hace un año dejó de estar de moda. A partir de Freud la historia de Edipo se
consideraba como la narración de la fábula más antigua de nuestro deseo y
nuestro inconsciente. Sin embargo, a partir del libro de Deleuze y Guattari,
Anti-Edipo, publicado el año pasado, la referencia a Edipo desempeña un
papel enteramente diferente.
Deleuze y Guattari intentaron mostrar que el triángulo
edípico padre-madre-hijo, no revela una verdad atemporal y tampoco una verdad
profundamente histórica de nuestro deseo. Intentaron poner de relieve que ese
famoso triángulo edípico constituye para los analistas que lo manipulan en el
interior de la cura, una cierta manera de contar el deseo, de garantizar que el
deseo no termine invistiéndose, difundiéndose en el mundo que nos circunda, el
mundo histórico; que el deseo permanezca en el seno de la familia y se
desenvuelva como un pequeño drama casi burgués entre el padre, la madre y el
hijo.
Edipo no sería pues, una verdad de naturaleza sino un
instrumento de limitación y coacción que los psicoanalistas, a partir de Freud,
utilizan para contar el deseo y hacerlo entrar en una estructura familiar que
nuestra sociedad definió en determinado momento. En otras palabras, Edipo,
según Deleuze y Guattari, no es el contenido secreto de nuestro inconsciente,
sino la forma de coacción que el psicoanálisis intenta imponer en la cura a
nuestro deseo y a nuestro inconsciente. Edipo es un instrumento de poder, es
una cierta manera de poder médico y psicoanalítico que se ejerce sobre el deseo
y el inconsciente.
Confieso que este problema me atrae y que yo también me
siento tentado de investigar más allá de ésta que pretende ser la historia de
Edipo, algo que tiene que ver ya no con la historia indefinida, siempre
recomenzada, de nuestro deseo y nuestro inconsciente sino más bien con la
historia de un poder, un poder político.
Hago un paréntesis para recordar que todo lo que intento
decir, todo lo que Deleuze demostró con mayor profundidad en su Anti-Edipo,
forma parte de un conjunto de investigaciones que nada dicen, al contrario de
lo que se afirma en los periódicos, acerca de lo que tradicionalmente se llama
estructura. Ni Deleuze, ni Lyotard, ni Guattari, ni yo hacemos nunca análisis
de estructura, no somos en absoluto «estructuralistas». Si se me preguntase qué
es lo que hago o lo que otros hacen mejor que yo, diría que no hacemos una
investigación de estructura. Haría un juego de palabras y respondería que
hacemos investigaciones de dinastía. Diría, jugando con las palabras griegas ουναµις
δυναστεια, que intentamos hacer aparecer
aquello que ha permanecido hasta ahora más escondido, oculto y profundamente
investido en la historia de nuestra cultura: las relaciones de poder.
Curiosamente, se conocen mejor las estructuras económicas de nuestra sociedad,
han sido inventariadas y se las destaca mucho más que las estructuras de poder
político. En esta serie de conferencias me gustaría demostrar de qué manera
establecieron y se invistieron profundamente en nuestra cultura las relaciones
políticas dando lugar a una serie de fenómenos que no pueden ser explicados a
no ser que los relacionemos no con las estructuras económicas, las relaciones
económicas de producción sino con las relaciones políticas que invisten toda la
trama de nuestra existencia.
Me propongo demostrar cómo la tragedia de Edipo que puede
leerse en Sófocles -dejaré de lado el problema del fondo mítico ligado a ella-
es representativa y en cierta manera instauradora de un determinado tipo de
relación entre poder y saber, entre poder político y conocimiento, relación de
la que nuestra civilización aún no se ha liberado.
Creo que hay realmente un complejo de Edipo en nuestra
civilización. Pero este complejo nada tiene que ver con nuestro inconsciente y
nuestro deseo, y tampoco con las relaciones entre uno y otro. Si hay algo
parecido a un complejo de Edipo, éste no se da al nivel individual sino al
nivel colectivo; no a propósito del deseo y el inconsciente sino a propósito de
poder y saber. Es esta especie de «complejo» lo que me gustaría
analizar.
La tragedia de Edipo es, fundamentalmente, el primer
testimonio que tenemos de las prácticas judiciales griegas. Como todo el mundo
sabe se trata de una historia en la que unas personas -un soberano, un pueblo-
ignorando cierta verdad, consiguen a través de una serie de técnicas de las que
hablaremos más adelante, descubrir una verdad que cuestiona la propia soberanía
del soberano. La tragedia de Edipo es, por lo tanto, la historia de una
investigación de la verdad: es un procedimiento de investigación de la verdad
que obedece exactamente a las prácticas judiciales griegas de esa época. Por
esta razón, el primer problema que se nos plantea es el de saber en qué
consistía la investigación judicial de la verdad en la Grecia arcaica.
El primer testimonio de la investigación de la verdad en el
procedimiento judicial griego con que contamos se remonta a la Ilíada. Se trata
de la historia de la disputa de Antíloco, y Menelao durante los juegos que se
realizaron con ocasión de la muerte de Patroclo. En aquellos juegos hubo una
carrera de carros que, como de costumbre, se desarrollaba en un circuito con
ida y vuelta, pasando por una baliza que debía rodearse tratando de que los
carros pasaran lo más cerca posible. Los organizadores de los juegos habían
colocado en este sitio a alguien que se hacía responsable de la regularidad de
la carrera. Homero llama a este personaje, sin nombrarlo personalmente,
testigo, ιστως, aquel que está allí para ver. La carrera comienza y los dos
primeros competidores que se colocan al frente a la altura de la curva son
Antíloco y Menelao. Se produce una irregularidad y cuando Antíloco llega primero
Menelao eleva una queja y dice al juez o al jurado que ha de dar el premio que Antíloco
ha cometido una irregularidad. Cuestionamiento, litigio, ¿cómo establecer la verdad?
Curiosamente, en este texto de Homero no se apela a quien observó el hecho, el famoso
testigo que estaba junto a la baliza y que debía atestiguar qué había ocurrido.
Su testimonio no se cita y no se le hace pregunta alguna. Solamente se plantea
la querella entre los adversarios Menelao y Antíloco, de la siguiente manera:
después de la acusación de Menelao -«tú cometiste una irregularidad»- y de la
defensa de Antíloco -«yo no cometí irregularidad»- Menelao lanza un desafío:
«Pon tu mano derecha sobre la cabeza de tu caballo; sujeta con la mano
izquierda tu fusta y jura ante Zeus que no cometiste irregularidad». En ese
instante, Antíloco, frente a este desafío, que es una prueba (épreuve),
renuncia a ella, no jura y reconoce así que cometió irregularidad.
He aquí una manera singular de producir la verdad, de
establecer la verdad jurídica: no se pasa por el testigo sino por una especie
de juego, prueba, por una suerte de desafío lanzado por un adversario al otro.
Uno lanza un desafío, el otro debe aceptar el riesgo o renunciar a él. Si lo
hubiese aceptado, si hubiese jurado realmente, la responsabilidad de lo que
sucederla, el descubrimiento final de la verdad quedaría inmediatamente en
manos de los dioses y sería Zeus, castigando el falso juramento, si fuese el
caso, quien manifestaría con su rayo la verdad.
Esta es la vieja y bastante arcaica práctica de la prueba
de la verdad en la que ésta no se establece judicialmente por medio de una
comprobación, un testigo, una indagación o una inquisición, sino por un juego
de prueba. La prueba, una característica de la sociedad griega arcaica,
aparecerá también en la Alta
Edad Media. Es evidente que, cuando Edipo y toda la ciudad de
Tebas buscan la verdad no es éste el modelo que utilizan: entre la disputa de
Menelao y Antíloco y la historia de Edipo pasaron muchos siglos. Sin embargo,
resulta interesante observar que en la tragedia de Sófocles encontramos uno o
dos restos de la práctica de establecer la verdad por medio de la prueba.
Primero, en la escena de Creonte y Edipo, cuando Edipo critica a su cuñado por haber
truncado la respuesta del Oráculo de Delfos, diciendo: «Tú inventaste todo esto
simplemente para quitarme el poder y sustituirme». Y Creonte responde sin
intentar establecer la verdad valiéndose de testigos: «Bien, juremos. Yo juraré
que no he conspirado contra ti». Esto se dice en presencia de Yocasta, que
acepta el juego y se hace responsable de su regularidad. Creonte responde a
Edipo según la vieja fórmula del litigio entre guerreros. En segundo lugar,
podríamos decir que encontramos en toda la obra este sistema del desafío y la
prueba. Edipo, al enterarse de que la peste que asola a Tebas era la
consecuencia de una maldición de los dioses caída como castigo por la falta y
el asesinato, responde diciendo que se compromete a enviar al exilio al autor
del crimen sin saber, naturalmente, que es él mismo quien lo había cometido.
Queda así implicado por su propio juramento, como ocurría en los litigios entre
guerreros arcaicos en los que los adversarios se incluían mutuamente en los
juramentos de promesa y maldición. Estos restos de la vieja tradición
reaparecen algunas veces a lo largo de la obra. Sin embargo, toda la tragedia
de Edipo está fundada, en verdad, en un mecanismo enteramente diferente. Este
es el mecanismo de establecimiento de la verdad que quiero exponer.
Creo que este mecanismo de la verdad obedece inicialmente a
una ley, una especie de pura forma que podríamos llamar ley de las mitades. El
descubrimiento de la verdad se lleva a cabo en Edipo por mitades que se ajustan
y se acoplan. Edipo manda consultar al dios de Delfos, Apolo. Cuando examinamos
en detalle la respuesta de Apolo observamos que se da en dos partes. Apolo
comienza diciendo: «El país está amenazado por una maldición». A esta primera
respuesta le falta, en cierta forma, una mitad: «Pesa una maldición, ¿pero
quién fue el causante?» Por consiguiente es preciso formular una segunda
pregunta y Edipo, fuerza a Creonte a dar la segunda respuesta, preguntándole a
qué se debe la maldición. La segunda mitad aparece: la causa de ésta es un
asesinato. Pero quien dice asesinato dice dos cosas: quién fue asesinado y
quién es el asesino. Se pregunta a Apolo: «¿Quién fue asesinado?». La respuesta
es: Layo, el rey.
Se pregunta: «¿Quién cometió el asesinato?». Entonces es
cuando Apolo se niega a responder, lo cual suscita el comentario de Edipo: no
se puede forzar la respuesta de los dioses. Falta, pues, una mitad. La
maldición corresponde a una mitad del asesinato, siendo ésta sólo la primera:
«quién fue asesinado»; falta pues la segunda: el nombre del asesino.
Para saber el nombre del asesino será preciso apelar a
alguna cosa, a alguien, ya que no se puede forzar la voluntad de los dioses.
Esta figura a la que se apela es el doble humano, la sombra mortal de Apolo, el
adivino Tiresias quien, como Apolo, es divino Θειος µαντις, el divino adivino.
Tiresias está muy cerca de Apolo y, como él, recibe el nombre de rey ΄αναξ;
pero es perecedero mientras que Apolo es inmortal. Por otra parte Tiresias es
ciego, está sumergido en la noche, mientras que Apolo es el dios del Sol: es la
mitad de sombra de la verdad divina, el doble que el dios-luz proyecta sobre la
superficie de la tierra. Se interrogará entonces a esta mitad, y Tiresias
responderá a Edipo diciendo: «Fuiste tú quien mató a Layo».
En consecuencia, podemos decir que, desde la segunda escena
de Edipo, todo está dicho y representado. Se posee ya la verdad puesto que
Edipo es efectivamente designado por el conjunto constituido por las respuestas
de Apolo y Tiresias. El juego de las mitades está completo: maldición,
asesinato, quién fue muerto, quién mató. Aquí está todo, pero colocado en una
forma muy particular, como una profecía, una predicción, una prescripción. El
adivino Tiresias no dice exactamente a Edipo: «Fuiste tú quien mató»; dice:
«Prometiste que desterrarías a aquél que hubiese matado; ordeno que cumplas tu
voto y te destierres a ti mismo.» Del mismo modo Apolo no había dicho estrictamente:
«Pesa una maldición y es por ello que la ciudad está asolada por la peste.»
Dice Apolo: «Si quieres que termine la peste, es preciso expiar la falta.» Todo
esto se dice en forma de futuro, prescripción, predicción, nada hay que se
refiera a la actualidad del presente, nada es apuntado.
Tenemos toda la verdad, pero en la forma prescriptiva y
profética que es característica del oráculo y el adivino. En esta verdad que
es, de algún modo, completa y total, en la que todo ha sido dicho, falta algo
que es la dimensión del presente, la actualidad, la designación de alguien.
Falta el testigo de lo que realmente ha ocurrido.
Curiosamente, toda esta vieja historia es formulada por el
adivino y el dios en futuro. Se necesita ahora el presente y el testigo del
pasado: el testigo presente de lo que realmente sucedió.
La segunda mitad de esta prescripción y previsión, pasado y
presente, se da en el resto de la obra y también por un extraño juego de
mitades. En principio es preciso establecer quién mató a Layo, lo cual se
obtiene en el discurrir de la pieza por el acoplamiento de dos testimonios. El
primero lo da inadvertidamente y espontáneamente Yocasta al decir: «Ves bien,
Edipo, que no has sido tú quien mató a Layo, contrariamente a lo que dice el
adivino. La mejor prueba de esto es que Layo fue muerto por varios hombres en
la encrucijada de tres caminos.» Edipo contestará a este testimonio con una
inquietud que ya es casi una certeza. «Matar a un hombre en la encrucijada de
tres caminos es exactamente lo que yo hice; recuerdo que al llegar a Tebas di
muerte a alguien en un sitio parecido.» Así, por el juego de estas dos mitades que
se completan, el recuerdo de Yocasta y el de Edipo, tenemos esta verdad casi completa,
la del asesinato de Layo. Y decimos que es casi completa porque falta aún un pequeño
fragmento: saber si fue muerto por uno o varios individuos. Cuestión que lamentablemente
no se resuelve en la pieza.
Pero esto es sólo la mitad de la historia de Edipo, pues
Edipo no es únicamente aquél que mató al rey Layo, es también quien mató a su
propio padre y se casó luego con su madre. Esta segunda mitad de la historia
falta incluso después del acoplamiento de los testimonios de Yocasta y Edipo.
Falta precisamente lo que les da una especie de esperanza, pues el dios predijo
que Layo no habría de morir en manos de un hombre cualquiera sino de su propio
hijo. Por lo tanto, mientras no se pruebe que Edipo es hijo de Layo, la
predicción no estará realizada. Esta segunda mitad es necesaria para que pueda
establecerse la totalidad de la predicción, en la última parte de la obra, por
medio
del acoplamiento de dos testimonios diferentes. Uno será el
del esclavo que viene de Corinto para anunciar a Edipo la muerte de Polibio.
Edipo, que no llora la muerte de su
padre, se alegra diciendo: «¡Ah, al menos no he sido yo
quien lo mató, contrariamente a lo, que dice la predicción!». Y el esclavo
replica: «Polibio no era tu padre».
Tenemos así un nuevo elemento: Edipo no es hijo de Polibio.
Interviene el último esclavo, que había huido después del drama escondiéndose
en las profundidades del Citerón. Se trata de un pastor de ovejas que había
guardado consigo la verdad y que ahora es llamado para ser interrogado acerca
de lo ocurrido. Dice el pastor: «En efecto, hace tiempo, dí a este mensajero un
niño que venía del palacio de Yocasta y que, según me dijeron, era su hijo».
Falta, pues, la última certeza ya que Yocasta no está
presente para atestiguar que fue ella quien entregó el niño al esclavo. No
obstante, salvo por esta pequeña dificultad, el ciclo está ahora completo.
Sabemos que Edipo era hijo de Layo y Yocasta; que le fue entregado a Polibio;
que fue él, creyendo ser hijo de Polibio y regresando para escapar de la
profecía, a Tebas -Edipo no sabía que era su patria- quien mató en la
encrucijada de tres caminos al rey Layo, su verdadero padre. El ciclo está
cerrado. Se ha cerrado por una serie de acoplamiento de mitades que se ajustan
unas con otras. Es como si toda esta larga y compleja historia del niño que es
al mismo tiempo un exiliado debido a la profecía y un fugitivo de la misma
profecía, hubiese sido partida en dos e inmediatamente vueltas a partir en dos
cada una de sus partes, y todos esos fragmentos repartidos en distintas manos.
Fue preciso que se reunieran el dios y su profeta, Yocasta y Edipo, el esclavo
de Corinto y el de Citerón para que todas estas mitades y mitades llegasen a
ajustarse unas a otras, a adaptarse, a acoplarse y reconstituir el perfil total
de la historia.
Esta forma del Edipo de Sófocles, realmente impresionante,
no es sólo una forma retórica, es al mismo tiempo religiosa y política.
Consiste en la famosa técnica del φυµβολον, el símbolo griego. Un instrumento
de poder, del ejercicio de poder que permite a alguien que guarda un secreto o
un poder romper en dos partes un objeto cualquiera -de cerámica, por ejemplo-
guardar una de ellas y confiar la otra a alguien que debe llevar el mensaje o
dar prueba de su autenticidad. La coincidencia o ajuste de estas dos mitades
permitirá reconocer la autenticidad del mensaje, esto es, la continuidad del
poder que se ejerce. El poder se manifiesta, completa su ciclo y mantiene su unidad
gracias a este juego de pequeños fragmentos separados unos de otros, de un
mismo conjunto, un objeto único, cuya configuración general es la forma manifiesta
del poder. La historia de Edipo es la fragmentación de esta obra, cuya posesión
integral y reunificada autentifica la detención del poder y las órdenes dadas por
él. Los mensajes, los mensajeros que envía y que deben regresar, justificarán
su vinculación con el poder porque cada uno de ellos posee un fragmento de la
pieza que se combina perfectamente con los demás. Los griegos llaman a esta
técnica jurídica, política y religiosa φυµβολον: el símbolo.
La historia de Edipo tal como aparece representada en la
tragedia de Sófocles, obedece a este φυµβολον: no es una forma retórica, sino
más bien religiosa, política, casi mágica del ejercicio del poder.
Si ahora observamos ya no la forma de este mecanismo o el
juego de mitades que se fragmentan y terminan por ajustarse sino el efecto
producido por estos ensamblajes recíprocos, veremos una serie de cosas. En
principio una especie de desplazamiento que sobreviene a medida que las mitades
se ajustan. El primer juego de mitades que se ajustan es el del dios Apolo y el
divino adivino Tiresias: el nivel de la profecía o de los dioses.
Inmediatamente aparece una segunda serie de mitades que se ajustan, formada por
Edipo y Yocasta. Sus dos testimonios se encuentran en el medio de la pieza: es
el nivel de los reyes, los soberanos. Finalmente, el último par de testimonios que
intervienen, la última mitad que habrá de completar la historia no está
constituida por los dioses y tampoco por los reyes sino por los servidores y
esclavos. El esclavo más humilde de Polibio y, sobre todo, el más oculto de los
pastores que habitan en el bosque del Citerón enunciarán la verdad última al
dar el último testimonio.
El resultado es curioso: lo que se decía en forma de
profecía al comienzo de la obra reaparecerá en forma de testimonio en boca de
los dos pastores. Y así como la obra pasa de los dioses a los esclavos, los
mecanismos enunciativos de la verdad o la forma en que la verdad se enuncia
cambian igualmente. Cuando hablan el dios y el adivino, la verdad se formula en
forma de prescripción y profecía, como la mirada eterna y todopoderosa del dios
Sol, como la del adivino que, aún siendo ciego, es capaz de ver el pasado, el
presente y el futuro. Es precisamente esta especie de mirada mágico-religiosa la
que, en el comienzo de la obra, hace brillar una verdad que ni Edipo ni el coro
quieren creer. La mirada aparece también en el nivel más bajo, ya que, si dos
esclavos pueden dar testimonio de lo que han visto, ello ocurre precisamente
porque han visto.
Uno de ellos vio cómo Yocasta le entregaba un niño y le
ordenaba que lo llevase al bosque y lo abandonase. El otro vio al niño en un
bosque, vio cómo su compañero esclavo le entregaba este niño y recuerda haberlo
llevado al palacio de Polibio. Una vez más se trata de la mirada, pero ya no de
aquella mirada eterna, iluminadora, fulgurante del dios y su adivino, ahora es
la mirada de personas que ven y recuerdan haber visto con sus ojos humanos: es
la mirada del testimonio. Esta era la mirada omitida por Homero al hablar del
conflicto y el litigio entre Antíloco y Menelao.
Puede decirse, pues, que toda la obra es una manera de
desplazar la enunciación de la verdad de un discurso profético y prescriptivo
de otro retrospectivo: ya no es más una profecía, es un testimonio. Es también
una cierta manera de desplazar el brillo o la luz de la verdad del brillo
profético y divino hacia la mirada de algún modo empírica y cotidiana de los
pastores. Entre los pastores y los dioses hay una correspondencia: dicen lo
mismo, ven la misma cosa, pero no con el mismo lenguaje y tampoco con los
mismos ojos. Durante toda la tragedia vemos una única verdad que se presenta y
se formula de dos maneras diferentes, con otras palabras, en otro discurso, con
otra mirada. Sin embargo, estas miradas se corresponden. Los pastores responden
exactamente a los dioses; podríamos decir incluso que los simbolizan. En el
fondo, lo que los pastores dicen es aquello que los dioses ya habían dicho,
sólo que lo hacen de otra forma.
Estos son los dos rasgos fundamentales de la tragedia de
Edipo: la comunicación entre los pastores y los dioses, entre el recuerdo de
los hombres y las profecías divinas.
Esta correspondencia define la tragedia y establece un
mundo simbólico en el que el recuerdo y el discurso de los hombres son algo así
como una imagen empírica de la gran profecía de los dioses.
Hemos de insistir sobre estos dos puntos para comprender el
mecanismo de la progresión de la verdad en Edipo. En un lado están los dioses,
en el otro los pastores, pero entre ellos se sitúa el nivel de los reyes, o
mejor, el nivel de Edipo. ¿Cuál es su nivel de saber y qué significa su mirada?
En relación con esta cuestión, es preciso rectificar
algunas cosas. Cuando se analiza la obra suele decirse que Edipo es aquél que
nada sabía, que era ciego, que tenía los ojos vendados y la memoria bloqueada
dado que nunca había mencionado, e incluso parecía haber olvidado sus propios
actos al matar al rey en la encrucijada de los tres caminos.
Edipo, hombre del olvido, hombre del no-saber, un verdadero
hombre del inconsciente para Freud. Bien sabemos que el nombre de Edipo ha sido
empleado para realizar múltiples juegos de palabras. Sin embargo, no olvidemos
que los mismos griegos habían ya señalado que en Οίδιποµς tenemos la palabra
οίδα que significa al mismo tiempo «haber visto» y «saber». Quiero demostrar
que Edipo, colocado dentro de este mecanismo del φυµβολον, de mitades que se
comunican, juego de respuestas entre los pastores y los dioses, no es aquél que
no sabía sino, por el contrario, aquél que sabía demasiado, aquél que unía su
saber y su poder de una manera condenable y que la historia de Edipo debía ser
expulsada definitivamente de la
Historia.
El título mismo de la tragedia de Sófocles es interesante:
Edipo y Edipo Rey, Οίδιποµς τυραννος. La palabra τυραννος. es de
difícil traducción. En efecto, la traducción no da cuenta del significado
exacto. Edipo es el hombre del poder, un hombre que ejerce cierto poder. Y es
digno de tener en cuenta que el título de la obra de Sófocles no sea Edipo,
el incestuoso o Edipo, asesino de su padre, sino Edipo Rey.
¿Qué significa la realeza de Edipo?
La importancia de la temática del poder se pone de relieve
si recorremos el curso de la obra: durante toda la pieza lo que está en
cuestión es esencialmente el poder de Edipo y es esto mismo lo que hace que
éste se sienta amenazado.
En ningún lugar de la tragedia dice Edipo que es inocente;
ni una sola vez afirma haber hecho algo contra su voluntad o que cuando mató a
aquel hombre no sabía que se trataba de Layo. En suma, el personaje central del
Edipo Rey de Sófocles no invoca en ningún momento su inocencia o la excusa
de haber actuado de modo inconsciente.
Solamente en Edipo en Colona veremos a un Edipo
ciego y miserable que gime a lo largo de la obra diciendo: «Yo nada podía
hacer. Los dioses me cogieron en una trampa que no había previsto». En Edipo
Rey, Edipo no defiende en modo alguno su inocencia, su problema es el poder
y cómo hacer para conservarlo; esta es la cuestión de fondo desde el comienzo
hasta el final de la obra.
En la primera escena los habitantes de Tebas recurren a
Edipo en su condición de soberano para plantearle el problema de la peste. «Tú
tienes el poder, debes curarnos de la peste». Y él responde diciendo: «Tengo
gran interés en curaros de la peste, pues no sólo a vosotros afecta sino
también a mí mismo, en mi soberanía y mi realeza». Para Edipo entonces, la
solución del problema es una condición necesaria para conservar su poder y
cuando comienza a sentirse amenazado por las respuestas que surgen a su vuelta,
cuando el oráculo lo nombra y el adivino dice de manera más clara aún que él es
el culpable, Edipo, sin invocar su inocencia, comenta a Tiresias: «Tú deseas mi
poder; has armado una conspiración contra mí para privarme de mi poder».
A Edipo no le asusta la idea de que podría haber matado a
su padre o al rey, teme solamente perder su propio poder.
En la disputa con Creonte, éste le dice: «Trajiste un
oráculo de Delfos pero lo falseaste porque, hijo de Layo, tú reivindicas un
poder que me fue dado». Aquí también se siente Edipo amenazado por Creonte al
nivel del poder y no de su inocencia o culpabilidad. En todos estos
enfrentamientos lo que está en cuestión, desde el comienzo de la obra, es el
poder.
Y cuando, al final de la obra, la verdad está a punto de
ser descubierta, cuando el esclavo de Corinto dice a Edipo: «No te inquietes,
no es el hijo de Polibio», Edipo no pensará que al no ser hijo de Polibio bien
puede ocurrir que sea hijo de algún otro y tal vez, de Layo, dirá: «Dices eso
para que me avergüence, para hacer que el pueblo crea que soy hijo de un
esclavo. Igualmente ejerceré el poder; soy un rey como los otros».
Una vez más es el poder. Y en su carácter de jefe de
justicia, como soberano, Edipo convocará en ese momento al último testigo: el
esclavo del Citerón. Amenazándolo con la tortura, le arrancará la verdad, y
cuando ya se sabe quién era Edipo y qué había hecho -parricidio, e incesto con
la madre-, ¿cuál es la respuesta del pueblo de Tebas? «Nosotros te llamábamos
nuestro rey», lo cual significa que el pueblo de Tebas, al mismo tiempo que
reconoce en Edipo a quien fue su rey, por el uso del imperfecto -llamábamoslo-
declara ahora destituido y lo despoja de los atributos de la realeza.
Lo que está en cuestión es la caída del poder de Edipo. La
prueba de ello es que cuando Edipo pierde el poder en favor de Creonte, las
últimas réplicas de la obra todavía giran en torno al poder. La última palabra
dirigida a Edipo antes de que lo lleven al interior del Palacio es pronunciada
por el nuevo rey, Creonte: «Ya no trates de ser el señor». La palabra empleada
es αρατειυ, lo cual quiere decir que Edipo debe dejar de dar órdenes. Y Creonte
añade ΄αχραιησας, palabra que quiere decir «después de haber llegado a la cima»
pero que también es un juego de palabras en el que la «a» tiene un sentido
privativo: «no poseyendo más el poder». αχραιησας significa al mismo tiempo:
«Tú que alcanzaste la cima y que ahora has perdido el poder».
Después de esto interviene el pueblo que saluda a Edipo por
última vez diciendo: «Tú que eras χρατυςµος, esto es, «tú que estabas en la
cima del poder». Sin embargo, el primer saludo del pueblo tebano a Edipo era:
«ωχρατννον Οιδιπου», es decir, «¡Edipo todopoderoso!». Entre estos dos saludos
del pueblo se desarrolló toda la tragedia. La tragedia del poder y del control
del poder político. ¿Pero qué es este poder de Edipo? ¿Cómo se caracteriza? Sus
características están presentes en la historia, el pensamiento y la filosofía
griega de la época. Edipo es llamado βασιλευς αναξ, el primero de los hombres,
aquel que tiene la χρατεια, aquel que detenta el poder y es por ello τυραννος. Tirano
no ha de entenderse aquí en sentido estricto: Polibio, Layo y todos los demás eran
considerados también τυραννος.
En la tragedia de Edipo aparecen algunas de las
características de este poder. Edipo tiene el poder, pero lo obtiene al cabo de
una serie de historias y aventuras que, de ser el hombre más miserable -niño
abandonado, perdido, viajero errante- lo convierten en el más poderoso. El suyo
fue un destino desigual, conoció la miseria y la gloria: tuvo su punto más alto
cuando todos lo creían hijo de Polibio y su condición más baja cuando se vio
obligado a errar de ciudad en ciudad, y más tarde volvió a la cima.
«Los años que crecieron conmigo -dice- me rebajaron a veces
y otras me exaltaron».
Esta alternancia del destino es un rasgo característico de
dos tipos de personajes, el héroe legendario que perdió su ciudadanía y su
patria y que después de varias pruebas reencuentra la gloria, y el tirano
histórico griego de finales del siglo vi y comienzos del V. El tirano era aquel
que después de haber pasado por muchas aventuras y llegado a la cúspide del
poder estaba siempre amenazado de perderlo. La irregularidad del destino es característica
del personaje del tirano tal como es descrito en los textos griegos de esta
época.
Edipo es aquél que después de haber conocido la miseria,
alcanzó la gloria, aquél que se convirtió en rey después de haber sido héroe.
Pero si se convirtió en rey fue porque había sido capaz de curar a la ciudad de
Tebas matando a la
Divina Cantora, la
Cadela que devoraba a todos aquellos que no conseguían
descifrar sus enigmas. Había curado a la ciudad, le había permitido -como se
dice en la obra- recuperarse, respirar cuando había perdido el aliento. Para
designar a esta. cura de la ciudad, Edipo emplea la expresión δρθωσαν,
«recuperar»; ανορθωσαν πολιν, «recuperar la ciudad», expresión que encontramos
en el texto de Solón. Solón, que no es un tirano sino más bien un legislador,
se vanagloriaba de haber recuperado la ciudad de Atenas a finales del siglo vi.
Esta es una característica común a todos los tiranos que surgen en Grecia entre
los siglos VII y VI: no sólo conocieron los puntos álgidos y bajos de la suerte
personal sino que además desempeñaron el papel de agentes de recuperación por
medio de una distribución económica ecuánime como Cípselo en Corinto, o a
través de una justa legislación, como es el caso de Solón en Atenas. Son éstas,
pues, dos características fundamentales del tirano griego que aparecen en
textos de la época de Sófocles o aún anteriores.
En Edipo se encuentran, además de estas características
positivas de la tiranía, otras que podrían considerarse negativas. Con ocasión
de las discusiones que mantiene con Creonte y Tiresias, e incluso con el pueblo
mismo, se le reprochan a Edipo varias cosas. Creonte, por ejemplo, le dice:
«Estás equivocado. Te identificas con esta ciudad, en la que no naciste.
Imaginas que eres esta ciudad y que te pertenece. Yo también formo parte de
ella; no es sólo tuya». Si nos atenemos a las historias que contaba Herodoto
acerca de los tiranos griegos, en particular acerca de Cípselo de Corinto, vemos
que éste se consideraba dueño de la ciudad, solía decir que Zeus se la había otorgado
y que él la había entregado a los ciudadanos. Esto mismo aparece en la tragedia
de Sófocles. En Edipo se encuentran, además de estas características positivas
de la tiranía, otras que podrían considerarse negativas. Con ocasión de las
discusiones que mantiene con Creonte y Tiresias, e incluso con el pueblo mismo,
se le reprochan a Edipo varias cosas. Creonte, por ejemplo, le dice: «Estás
equivocado. Te identificas con esta ciudad, en la que no naciste. Imaginas que
eres esta ciudad y que te pertenece. Yo también formo parte de ella; no es sólo
tuya». Si nos atenemos a las historias que contaba Herodoto acerca de los
tiranos griegos, en particular acerca de Cípselo de Corinto, vemos que éste se
consideraba dueño de la ciudad, solía decir que Zeus se la había otorgado y que
él la había entregado a los ciudadanos. Esto mismo aparece en la tragedia de
Sófocles.
Igual que Cípselo, Edipo no da importancia a las leyes y
las sustituye por sus órdenes, por su voluntad. Esto está claro en sus
afirmaciones: cuando Creonte le reprocha que quiera exiliarlo diciendo que su
decisión no es justa, Edipo responde: «Poco me importa que sea o no justo;
igualmente has de obedecer». Su voluntad será la ley de la ciudad y es por ello
que en el momento en que se inicia su caída del poder el coro del pueblo le
reprochará el haber despreciado la
JL60, la justicia. Por lo tanto, hay que ver en Edipo un
personaje históricamente bien definido, marcado, catalogado, caracterizado por
el pensamiento del siglo v: el tirano.
Este personaje del tirano no sólo se caracteriza por el
poder sino también por cierto tipo de saber. El tirano griego no era
simplemente quien tomaba el poder; si se adueñaba de él era porque detentaba o
hacía valer el hecho de detentar un saber superior, en cuanto a su eficacia, al
de los demás. Este es precisamente el caso de Edipo.
Edipo es quien consiguió resolver por su pensamiento, su
saber, el famoso enigma de la esfinge; y así como Solón puede dar efectivamente
leves justas a Atenas, puede recuperar la ciudad porque era σοΦος, sabio, así
también Edipo es capaz de resolver el enigma de la esfinge porque también él es
σοΦος.
¿Qué es este saber de Edipo? ¿Cuáles son sus notas? Durante
toda la obra el saber de Edipo se despliega en sus características: en todo
momento dice que él venció a los otros, que resolvió el enigma de la esfinge,
que curó a la ciudad por medio de eso que llama γνωµη, su conocimiento o su
τεχνη. Otras veces, para designar su modo de saber, se dice aquel que encontró
έυρηχα. Esta es la palabra que con mayor frecuencia utiliza Edipo para designar
lo que hizo y está intentando hacer ahora. Si Edipo resolvió el enigma de la
esfinge es porque encontró; si se quiere salvar nuevamente a Tebas es preciso
de nuevo encontrar , ευρισχειν. ¿Qué significa ευρισχειν? En un comienzo esta actividad
de encontrar es muestra de la obra como algo que se hace en soledad. Edipo insiste
en ello una y otra vez: al pueblo y al adivino les dice que cuando resolvió el enigma
de la esfinge no se dirigió a nadie; al pueblo le dice: «Nada pudisteis hacer
para ayudarme a resolver el enigma de la esfinge, nada podíais hacer contra la Divina Cantora». Y
a Tiresias le dice: « ¿Qué clase de adivino eres que ni siquiera fuiste capaz de
liberar a Tebas de la esfinge? Cuando todos estaban dominados por el terror yo
solo liberé a Tebas; nadie me enseñó nada, no envíe a ningún mensajero, vine personalmente».
Encontrar es algo que se hace a solas y también lo que se hace cuando se abren
los ojos. Edipo es el hombre que no cesa de decir: «Yo inquirí y como nadie fue
capaz de darme informaciones abrí ojos y oídos; yo vi». Utiliza frecuentemente
el verbo οιδα, que significa al mismo tiempo saber y ver. Οιδιπονς es aquel que
es capaz de ver y saber. Edipo es el hombre que ve, el hombre de la mirada, y
lo será hasta el fin.
Si Edipo cae en una trampa es precisamente porque, en su
voluntad de encontrar postergó el testimonio, el recuerdo, la búsqueda de las
personas que vieron hasta el momento en que del fondo del Citerón salió el
esclavo que había asistido a todo y sabía la verdad. El saber de Edipo es esta
especie de saber de experiencia y al mismo tiempo, este saber solitario, de
conocimiento, saber del hombre que quiere ver con sus propios ojos, solo, sin
apoyarse en lo que se dice ni oír a nadie: saber autocrático del tirano que por
sí solo puede y es capaz de gobernar la ciudad. La metáfora del que gobierna,
del que conduce, es utilizada frecuentemente por Edipo para describir lo que
hace. Edipo es el conductor, el piloto, aquél que en la proa del navío abre los
ojos para ver. Y es precisamente porque abre los ojos sobre lo que está
ocurriendo que encuentra el accidente, lo inesperado, el destino, la τυχη.
Edipo cayó en la trampa porque fue este hombre de la mirada autocrática,
abierta sobre las cosas.
Quisiera mostrar que en realidad Edipo representa en la
obra de Sófocles un cierto tipo de lo que yo llamaría saber-y-poder,
poder-y-saber. Y porque ejerce un poder tiránico y solitario -desviado tanto
del oráculo de los dioses que no quiere oír como de los que dice y quiere el
pueblo- en su afán de poder y saber, de gobernar descubriendo por sí solo,
encuentra en última instancia los testimonios de quienes vieron.
Vemos así cómo funciona el juego de las mitades y cómo, al
final de la obra, Edipo es un personaje superfluo, en la medida en que este
saber tiránico de quien quiere ver con sus propios ojos sin explicar a dioses
ni hombres, permite la coincidencia exacta de lo que habían dicho los dioses y
lo que sabía el pueblo. Edipo, sin querer, consigue establecer la unión entre
la profecía de los dioses y la memoria de los hombres. El saber edípico, el
exceso, el exceso de poder, el exceso de saber, fueron tales que el protagonista
se tornó inútil; el círculo se cerró sobre él, o mejor, los dos fragmentos de la
trama se acoplaron y Edipo, en su poder solitario, se hizo inútil, su imagen se
tornó monstruosa al acoplarse ambos fragmentos. Edipo podía demasiado por su
poder tiránico, sabía demasiado en su saber solitario. En este exceso aún era
esposo de su madre y hermano de sus hijos: es el hombre del exceso, aquél que
tiene demasiado de todo, en su poder, su saber, su familia, su sexualidad.
Edipo, hombre doble, que estaba de más frente a la transparencia simbólica, de
lo que sabían los pastores y hablan los dioses.
Por consiguiente, la tragedia de Edipo está muy cerca de lo
que será, unos años más tarde, la filosofía platónica. Platón restará valor al
saber de los esclavos, memoria empírica de lo que fue visto, en provecho de una
memoria más profunda, esencial, como es la memoria de lo que se vio en el
ámbito de lo inelegible. No obstante lo importante es aquello que será
fundamentalmente desvalorizado, descalificado, tanto en la tragedia de Sófocles
como en la República
de Platón: el tema, o mejor el personaje, la forma de un saber político que es
al mismo tiempo privilegiado- y exclusivo. La figura señalada por la tragedia
de Sófocles o la filosofía de Platón, colocada en una dimensión histórica, es
la misma que aparece por detrás de Edipo σοφός. Edipo el sabio, el tirano que
sabe, el hombre de la τεχνη, de la γνωµη, es el famoso sofista, profesional del
poder político y el saber que existía efectivamente en la sociedad ateniense
correspondiente a la época de Sófocles. Pero más allá de esta figura, lo que
Platón y Sófocles señalan es otra categoría de personajes del que el sofista era
algo así como un pequeño representante, continuaci6n y fin histórico: me
refiero al personaje del tirano. En los siglos vi y vii el tirano era el hombre
del poder y del saber, aquel que dominaba tanto por el poder que ejercía como
por el saber que poseía. Por último, aun cuando no está presente en el texto de
Platón y tampoco en Sófocles, quien es mencionado es el gran personaje
histórico que existió efectivamente aunque colocado en un contexto legendario:
el famoso rey asirio.
En las sociedades indoeuropeas del Oriente mediterráneo, a
finales del segundo y comienzos del primer milenio, el poder político detentaba
siempre cierto tipo de saber.
El rey y quienes lo rodeaban administraban un saber que no
podía y no debía ser comunicado a los demás grupos sociales, por el solo hecho
de detentar el poder. Saber y poder eran exactamente correspondientes,
correlativos, superpuestos. No podía haber saber sin poder, y no podía haber
poder político que no supusiera a su vez cierto saber especial.
Esta es la forma aislada por Dumézil en sus estudios sobre
las tres funciones, cuando mostró que la primera función, el poder político,
correspondía a un poder político mágico y religioso. El saber de los dioses, el
saber de la acción que se puede ejercer sobre los dioses o sobre nosotros, todo
ese saber mágico-religioso está presente en la función política.
En el origen de la sociedad griega del siglo v que es, a la
vez, el origen de nuestra civilización se produjo un desmantelamiento de esta
gran unidad formada por el poder político y el saber. Los tiranos griegos,
impregnados de civilización oriental, trataron de instrumentar para su provecho
el desmantelamiento de esta unidad del poder mágico-religioso que aparecía en
los grandes imperios asirios. En alguna medida también los sofistas de los
siglos v y vi la utilizaron como pudieron, en forma de lecciones retribuidas
con dinero. Durante los cinco o seis siglos que corresponden a la evolución de la Grecia arcaica asistimos a
esta larga descomposición y cuando comienza la época clásica -Sófocles
representa la fecha inicial, el punto de eclosión- se hace perentoria la
desaparición de esta unión del poder y el saber para garantizar la supervivencia
de la sociedad. A partir de este momento el hombre del poder será el hombre de la
ignorancia. Edipo nos muestra el caso de quien por saber demasiado, nada sabía.
Edipo funcionará como hombre de poder, ciego, que no sabía y no sabía porque podía
demasiado Así, cuando el poder es tachado de ignorancia, inconsciencia, olvido,
oscuridad, por un lado quedarán el adivino y el filósofo en comunicación con la
verdad, con las verdades eternas de los dioses o del espíritu, y por otro
estará el pueblo que, aun cuando es absolutamente desposeído del poder, guarda
en sí el recuerdo o puede dar testimonio de la verdad. Así, para ir más allá de
un poder que se encegueció como Edipo, están los pastores que recuerdan y los
adivinos que dicen la verdad.
Occidente será dominado por el gran mito de que la verdad
nunca pertenece al poder político, de que el poder político es ciego, de que el
verdadero saber es el que se posee cuando se está en contacto con los dioses o
cuando recordamos las cosas, cuando miramos hacia el gran sol eterno o abrimos
los ojos para observar lo que ha pasado. Con Platón se inicia un gran mito
occidental: lo que de antinómico tiene la relación entre el poder y el saber,
si se posee el saber es preciso renunciar al poder; allí donde están el saber y
la ciencia en su pura verdad jamás puede haber poder político.
Hay que acabar con este gran mito! Un mito que Nietzsche
comenzó a demoler al mostrar en los textos que hemos citado que por detrás de
todo saber o conocimiento lo que está en juego es una lucha de poder. El poder
político no está ausente del saber, por el contrario, está tramado con éste.